04 octubre 2011

Siempre Contigo

Siempre estoy contigo.


Estuve ahí cuando naciste. Me paré en la sala de parto, mirándote antes de que tú pudieras abrir tus ojos para verme. Tus padres, familiares y doctores no podían verme, en la esquina, viéndote con ojos nublados, pero ahí estaba al momento en que naciste.


Y te seguí a casa.


Yo estaba contigo siempre, tu compañía constante. Tú jugaste solo con tus juguetes mientras yo te veía desde todos los ángulos en espejos cercanos; mi cabello enredado y coagulado como pegamento, con sudor aceitoso que colgaba de mi frente abollada. Yo era siempre tu compañía constante, arrastrándome detrás del auto de tu mamá en tu camino al preescolar. Tú solo en el baño, pero yo estaba del otro lado de la puerta, con el viento soplando a través del hoyo amoratado de mi garganta. Mis brazos se torcían y colgaban en sus cuencas mientras me quedaba parado encorvado del otro lado de la cortina de baño. Yo esperaba y te seguía. Te seguía y me arrastraba detrás de ti.


No me ven. Casi no estoy en la luz. Tú nunca me viste esa mañana mientras estaba sentado frente a ti en la mesa del desayuno, un coágulo rojo y brillante colgando de una cuenca de diente vacía mientras dejaba un hueco grotesco entre tú y yo. Me pregunto a veces si tú sabes que estoy ahí. Creo que estás consciente, pero nunca entenderás que tan cerca estoy.


Paso horas de tu día haciendo nada más que respirar en tu oído.


Respirando - dándome náuseas, mejor dicho.


Muero por estar cerca de ti, por siempre enredar mis deteriorados brazos al rededor de tu cuello. Me recuesto cerca de ti cada noche, con ojos nublados viendo hacia tu techo, debajo de tu cama, hacia tu cara dormida, en la oscuridad.


Sí. Me atrapaste mirando a veces. Tus padres venían corriendo a tu cuarto una noche cuando gritabas. Apenas comenzabas a a hablar, así que sólo pudiste decir "¡Hombre! ¡Hombre en el cuarto!". Tú pensaste que nunca olvidarías el verme, con mi mandíbula colapsada colgando por mi pecho, moviéndose delante y detrás. Me escabullí de vuelta a tu armario y tu mamá fue incapaz de verme, aunque tú apuntaste y apuntaste y apuntaste. Tú pensaste nunca lo olvidarías cuando ellos se fueron esa misma noche. Tú viste ella puerta del  armario crujir tan suavemente y a mí arrastrándome a través del piso hasta tu cama a cuatro extremidades, arrastrando los pies en movimientos sacudidos mientras me empujaba a mí mismo bajo tu cama en miembros inarticulados.


Aprendiste una nueva palabra para mí: el Coco. Ni cerca del monstruo que pensabas que era. Yo sólo estaba observando y siguiéndote siempre, tocando tu cara con mis dedos anudados mientras dormías.


Me verás de nuevo, pronto. Cualquier día, vendré, contundente y brutal. Un día tu caminarás a través del camino y creo que chocaré contra ti con un fuerte rugido y un chillido.


Tú, rodando en el pavimento, rodando bajo llantas, aletas de metal contundentes y mis dedos tocando tu cara una y otra vez.


Mientras tú ves desde el frío pavimento con ojos nublados; tu enredado y coagulado cabello colgando en tu cara y tu mandíbula suelta y moviéndose hacia tu pecho.


Me verás acercarme.


Nadie más me verá. Tú los verás pasar en mis ojos y yo te miraré a ti. Por primera vez en nuestra vida, algo parecido a una sonrisa llegará a mi cara. Tú jurarás que estás mirando un espejo mientras burbujas rojas coaguladas salen de nuestras bocas.


Me inclinaré, pasados los doctores y la gente curiosa y te recogeré en mis brazos doblados.


Nuestras caras se tocarán. Mis alas se desdoblarán. Y entonces tendrás que seguirme.


Y yo siempre estoy contigo.


Tu ángel de la guarda.

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